Real y Primitiva Archicofradía del Glorioso Patriarca Señor San José y Santísimo Cristo de la Vida Eterna.
Nuestra Historia.
Trabajo realizado por: Hortensia Déniz Yuste
Hacía mucho tiempo que nuestra Cofradía deseaba conocer su pasado. Y nos pusimos a la obra con toda la dedicación y cariño que la empresa merecía en el intento de aportar un poco de luz sobre la misma. Para ello, hemos de remontarnos al siglo XVI, momento en que se produce su nacimiento dentro del gremio de los carpinteros y bajo la advocación de San José, patrón del oficio.
El trabajo ha consistido, básicamente, en el estudio pormenorizado de toda la documentación custodiada en la misma. Trabajo “de campo” en el que, entretejiendo todos los datos que se presentaban desmenuzados, perfilamos el importante papel que la misma tuvo a lo largo de los siglos en la capital. Además, y de manera tangencial, podremos observar la importante función sociocultural que estas entidades religiosas desempeñaron desde épocas muy remotas en la Semana Santa madrileña.
La aproximación histórica a través de los manuscritos conservados (materia prima de indudable valor) se ha conseguido. Sin embargo, hay que ser conscientes al respecto de ciertas lagunas prácticamente insalvables. Las causas naturales (incendios, condiciones insalubres…) y políticoeconómicas que de manera reincidente se fueron sucediendo a lo largo del tiempo, tuvieron como consecuencia directa diversos cambios de ubicación de la sede cofrade (como veremos posteriormente) que propiciaron la desafortunada pérdida de gran parte de su legado históricoartístico. A ello se une que, por idénticas razones, dicha documentación no presenta, en su mayor parte, el adecuado grado de conservación necesario, impidiéndonos en algunos casos la mera lectura de su contenido.
Su cronología abarca desde el siglo XV (1412) hasta prácticamente la mitad del siglo XIX (1874), presentando dentro de su diversificada temática una importante cohesión narrativa. Son, además, fuente de información de incalculable valor por la multitud de datos que ofrecen (aunque no todos ellos han sido reflejados en el estudio), eludiendo deliberadamente del mismo los relativos a nombres propios (correspondientes a los diferentes cargos cofrades, como veedores, secretarios, etc.) y cualquier dato no fundamental para nuestro fin.
La fuente documental primordial y el hilo conductor de este trabajo se encuentran en los denominados Libros de Cuentas y de Actas, donde se reflejan de manera pormenorizada todas las juntas ordinarias y extraordinarias celebradas a través de los años.
Junto a estos libros, encontramos un segundo grupo de documentos que, subdivididos temáticamente, se pueden resumir en dos apartados claramente diferenciados: El primero contiene toda la información relativa al gremio en general, como privilegios, convenios y obligaciones, junto a los incontables pleitos mantenidos con otros oficios similares. El segundo reúne lo concerniente a la propia Cofradía y sus miembros (como serían las numerosas bulas papales concedidas, los testamentos cofrades, etc.).
Como complemento de lo anterior, queremos subrayar la existencia de algunos documentos aislados de los que, lamentablemente, dado su pésimo estado de conservación, tan sólo hemos podido extraer datos aislados y ciertamente inconexos. Como observación final, y en aras a una mayor agilidad de lectura, se ha optado por transcribir las oportunas referencias textuales al castellano actual.
El gremio de los carpinteros
Los artesanos, ante la fuerza e intervención cada vez mayor de las autoridades municipales en la vida ciudadana deciden agruparse, elaborando a tal fin una serie de normas y disposiciones que regulen tanto los derechos como las obligaciones de sus componentes, dentro de un esquema jerarquizado y con unos representantes, elegidos entre ellos, que velen por el cumplimiento del reglamento y de sus propios derechos, haciéndose eco del sentir gremial allí donde fuese necesario. Uno de los primeros gremios en constituirse fue, precisamente, el de los carpinteros.
Desde unas primeras normas, como la compra de madera o la obligatoriedad de pertenecer a la cofradía, pasando por la necesidad de un sistema regulado tanto para el necesario número de años de aprendizaje como para acceder a los distintos grados de especialización, estos hombres dedicados al oficio de la madera, consiguen una reglamentación estricta, constituyéndose sobre todo en los siglos XVII y XVIII como uno de los gremios más importantes.
Hecho que conlleva además una presencia notable en la ciudad, donde participan en todo tipo de festividades. Como muestra, citemos la mojiganga que dispusieron los 55 gremios menores a la entrada de Fernando VI y Doña Bárbara de Braganza en octubre de 1746, compuesta por 254 parejas a caballo acompañadas cada una por dos lacayos, donde los carpinteros intervinieron en cuarto lugar.
Dentro del oficio, y, en términos generales, se podían distinguir dos grupos perfectamente diferenciados: el de la carpintería y el de la ebanistería, término derivado de “ébano” (una de las maderas más ricas y apreciadas en el panorama del mobiliario no solo español, sino occidental).
El carpintero trabajaría la propia armadura del mueble, e, incluso, su acabado (siempre que éste fuese realizado en la misma madera utilizada para su fabricación). Sin embargo, los carpinteros no solo hacían muebles, sino que, ya en el siglo XVI, acometen también obras de albañilería.
Efectivamente, son abundantes las obligaciones o contratos consultados en el Archivo de Protocolos de Madrid que así lo corroboran. En ellos, se aclara su dedicación a las labores propias de dicho oficio en casas y mancebías. Donde, además, reparan y asientan vigas para los suelos y, entre otras obras, ejecutan armaduras de tejados tanto para edificios públicos como privados.
Además, dentro de sus funciones, se contemplaba el levantamiento de tablados para representaciones de comedias, autos sacramentales y fiestas públicas, procediendo al levantamiento de los mismos tras la oportuna petición gremial para poder hacer todos los tablados, toriles y demás alzados en las funciones reales y posterior arrendamiento de las calles donde habían de levantarse.
Sin embargo, una de las funciones más curiosas y más desconocidas del gremio fue otra: ya desde sus comienzos, un grupo reducido de carpinteros tuvo entre sus obligaciones ir a sofocar los fuegos que se produjesen en la ciudad. Pero no sólo en Madrid, sino también en ciudades como Valladolid y Toledo comienzan a dedicarse a esta labor tan desgraciadamente frecuente, dado el empleo de la madera como material constructivo elemental.
Los Matafuegos (como fueron denominados) desempeñaron un importante papel, acudiendo a toque de campana, con la máxima celeridad posible, y pertrechados de los útiles y herramientas destinados a tal fin, que consistían en unos aguatochas grandes y azadones con unos picos gruesos a la una parte y hierro de azadón a la otra.
Tanto su creación como disposiciones y funciones específicas, quedaron reflejadas en el Archivo de la Villa, por Acuerdo de 17 de julio de 1613, acordándose posteriormente los Privilegios que debían dirimirse de su cargo.
Por este trabajo “extra” las 24 personas designadas al efecto inicialmente cobraban un sueldo de 40.000 maravedíes. Posteriormente, desde 1673, pasaron a ser 30, ascendiendo también su asignación hasta los 51.000 maravedíes anuales.
Además, gozaban de ciertos privilegios y exenciones. En lo que respecta a la Villa, ya en 1618 son varios los escritos que dirigen al Consejo de la misma para que se les concedan los que ya disfrutan las otras dos ciudades por el cuidado y trabajo que se tienen en matar los dichos fuegos.
En la documentación consultada, son tantas las obligaciones (… que acudan en cuanto toquen las campanas, que ejecuten las órdenes dadas por los alarifes respecto a lo que hay que derribar, que cuiden las “jeringas” utilizadas y las registren cada dos meses, el número determinado de campanadas a efectuar, el modo de ejecutarlas…) como las prevenciones, nombramientos, repartos, demandas, pleitos, y pagos que resultaría exhaustiva su enumeración. Por tanto, nos limitamos a subrayar su importancia como documento histórico que avala este trabajo y el interés que se puso para lograr la mayor eficacia en su desempeño.
El grupo de los ebanistas, por otro parte, se dedicaría también a efectuar similar tipo de obras, esencialmente muebles como ya hemos visto, pero imprimiendo a los mismos una mayor especialización, ya que podían utilizar en su ejecución y ornato otras maderas diferentes a la utilizada como base.
De este modo, su acabado se enriquecía a veces con la adhesión de finas chapas de otras maderas más ricas, que, junto a una mayor ornamentación (basada en la mayor parte de las ocasiones en elementos decorativos vegetales), conseguían aportar al conjunto un acabado mucho más lujoso.
La clientela a la que dichas obras iban destinadas era muy amplia, abarcando tanto el ámbito profano y doméstico como el religioso, estamento de primer orden y cliente importante que demandaba continuamente obras de delicada elaboración para sus conventos e iglesias madrileñas y de su entorno.
Entre estas obras figuran las sillerías de coro y los retablos, ambos elementos funcionales y decorativos con importante presencia dentro de nuestros edificios religiosos y ambos, también, de complicada ejecución. En ellos trabajaban colaborando con otros gremios hasta conseguir el resultado final. Ejemplos ilustrativos de ambos casos son los numerosos convenios y cartas de pago conservados en los que se reflejan, además, la presencia, por ejemplo, del escultor como responsable final de la obra, aportando a la misma la máxima belleza y expresividad a través de su decoración. Dentro, no obstante, de la denominación genérica de ebanista, podemos rastrear la presencia de dos especialidades con unas características singulares: Ambas son similares pero no iguales, cercanas pero no demasiado confraternizadas, y con funciones muy delimitadas en la teoría pero poco en la práctica: Son los denominados ensambladores y entalladores.
El ensamblador y el entallador son, efectivamente, dos figuras que aparecen profusamente documentadas, tanto en contratos como en los numerosos pleitos suscitados entre ambas partes. Todo ello nos sirve para deducir que, si bien los campos de actuación no eran exactamente los mismos, la finísima línea que los delimitaba se resquebrajaba continuamente por unos y otros, de ahí los numerosos dictámenes que, como consecuencia de ello, se dictaban frecuentemente para evitar problemas de “incompatibilidades”.
No obstante, atendiendo al tipo de examen que ambos debían ejecutar para entrar en el gremio, se observa que para los primeros estarían destinadas las obras más sencillas y cotidianas, como arcas, mesas o escritorios, reservándose las de mayor trabajo o dificultad para los entalladores.
El procedimiento a seguir en el mismo se cita sucintamente en algunas ordenanzas, si bien en las de Madrid no constan las piezas que se debían llevar a la práctica. La fabricación de arcas es considerada como una de las piezas principales a tal fin, dándose normas también en cuanto al procedimiento de su ejecución.
Existen, sin embargo, pocas referencias a la fabricación de otro tipo de mobiliario, como papeleras, cajoneras o escritorios, pero conocemos a través de la documentación manejada la existencia de dibujos “que demuestran las piezas que deben hacer los examinándoos” así como el modo de proceder al propio examen a través del sistema de extracción de bolas. Estas, convenientemente numeradas del uno al quince, se custodiaban en una caja de caoba en la propia Cofradía.
Oficios integrados
El gremio, dependiendo del momento, abarcó más o menos oficios. Fue una situación fluctuante en el tiempo, movimiento de vaivén continuo, que igual acogía a un amplio número de ellos, que igual obligaba a que artesanos que también trabajaban la madera, como silleros o puertaventaneros, tuviesen que formar su propia corporación y, en consecuencia, una nueva normativa que en líneas generales presentaba pocas diferencias con el documento de origen.
En Madrid, hasta el siglo XVI la corporación gremial estaba integrada por carpinteros, torneros y cajeros. Durante el XVII los constantes pleitos por la contratación de obras obligan a reglamentar exhaustivamente las diferentes especialidades, redactándose, sobre todo a partir de mediados del mismo, las ordenanzas, entre otros, de ebanistas, ensambladores y entalladores de nogal, torneros, puertaventaneros y maestros de coches (incorporados exactamente en 1674).
A lo largo del siguiente siglo, el gremio llegó a abarcar un amplio espectro, componiéndose, además de los anteriores, de doradores, carpinteros, cajeros y torneros, palilleros y cedaceros.
De nuevo en el siglo XIX se produce una disminución considerable y progresiva, reduciéndose esencialmente a carpinteros, ensambladores y puertaventaneros. Situación que continúa el siglo siguiente, si bien, a comienzos del mismo, concretamente en 1819, aún se produce una nueva anexión: los cofreros se añaden a este conjunto de oficios, en virtud de sus Ordenanzas, aprobadas el 7 de mayo de dicho año por la Junta de Comercio y Moneda.
Los pleitos entre todos ellos, como ya hemos mencionado, fueron constantes y por variadas razones: tanto por límites competenciales, como por el tipo de material a emplear e, incluso, por el modo de trabajarlo. Incluimos a modo de curiosidad histórica algunos de ellos.
1. Entre carpinteros y entalladores, sobre el tipo de madera que ambos debían trabajar. A este respecto, los entalladores tendrían plena libertad, mientras los carpinteros podrían hacer cualquier género de obras en madera de pino y teñirlas, siempre que quedasen en blanco por uno de sus lados.
2. Entre carpinteros y ebanistas. Los conflictos son abundantes, y los temas también variados, pero siempre girando dentro de las injerencias competenciales. Por ejemplo, sobre las obras que ambos debían ejecutar, como el litigio de 28 de noviembre de 1727, entre Juan Pelegrín, maestro carpintero y examinador de su gremio, contra Domingo Arias, maestro ebanista, por haber contravenido éste un capítulo de las ordenanzas de los primeros. O para que no puedan “usar de su oficio y del de carpintero a un propio tiempo”.
Incluso “no pueden comprar para cubrir ni pueden cubrir cajas de ataúd”, según testimonio de Francisco González Carvajal, como escribano real, en 7 de septiembre de 1728, según los datos de la Cofradía.
3. Entre carpinteros y puertaventaneros, por un tema similar, ya que, como su propio nombre indica, éstos últimos deberían limitarse a puertas y ventanas. O también los mantenidos por los dos oficios sobre el enrasado de las obras.
4. Torneros contra carpinteros y ensambladores. Las prohibiciones llegan a ser tan numerosas que de los quince capítulos que componían sus ordenanzas en 1747, nada menos que seis de ellos aludían a este tema.
Organización
La Junta General se constituye como órgano de gobierno, representando al gremio en el Consejo Municipal y velando por el cumplimiento de sus ordenanzas. Jerárquicamente, las juntas estaban formadas por varios cargos, que eran elegidos por votación entre sus miembros.
De este modo, presidente, consejeros, examinadores, veedores… eran cargos que se desempeñaban anualmente, con carácter obligatorio y sin retribución. Sus funciones, tanto decisorias como representativas, eran las habituales para estos cargos por lo que centraremos nuestra atención en las que desempeñaban los denominados veedores.
En los exámenes de aptitud para el oficio era obligada su presencia, si bien, en el caso concreto de algunas ciudades como Madrid, existía también la figura específica del examinador, nombrado, a su vez, por el propio gremio.
Sus funciones, además de representar a éste, comprendían la inspección de los trabajos, ejerciendo un férreo control para conseguir la estricta aplicación de las Ordenanzas. Controlaban el tipo de madera utilizada, estando obligados a marcar la mercancía comprada por el gremio (marca que suponía ingresos para el mismo) e, incluso, las piezas que fabricadas en otros lugares, llegaban para su venta.
De igual modo, debían visitar las tiendas y talleres de la ciudad para inspeccionar si las piezas estaban hechas a tenor de lo reglamentado, tanto en relación a su ensamblaje como al tipo de clavazón, teñido, talla o, incluso, a las dimensiones previamente especificadas, procediendo al marcaje de las que cumplían los requisitos de fabricación y a la prohibición de su venta si eran defectuosas (bajo severas multas en caso de infracción), teniendo incluso la facultad de ordenar su destrucción.
Dentro de la Cofradía también desarrollaron un importante papel, siendo los responsables de buena parte de su funcionamiento. Nombrados de dos en dos, salvo caso de fuerza mayor.
Al terminar su mandato, y ante presencia de escribano real (quien también asistía a exámenes y juntas sin voz ni voto, con la estricta función de registrar las actas y acuerdos suscritos en las mismas), entregaban el inventario de todos los documentos y bienes custodiados en la Cofradía a los compañeros que tomaban posesión en el cargo, dando lugar a multitud de Actas donde se reflejaba el devenir casi diario de la misma.
Por último, citaríamos otros cargos, tal vez de menor relevancia, pero indudablemente necesarios para la buena marcha de la institución. Entre ellos, el denominado fiscal celador, que aparece documentada concretamente en 1681, siendo nombrados uno por cada gremio (en ese año concretamente representando a los carpinteros Nicolás Guerra, y a los ebanistas José Toribio de Noriega).
Estructura gremial
Una rígida jerarquización permitía solamente vender piezas terminadas a los maestros examinadores. Para acceder a este grado máximo debían de pasar una serie de años con diferentes niveles y exámenes.
El estamento inferior estaba constituido por los aprendices, quienes empezaban a trabajar bien por contrato verbal o a través de escritura. Ya en el siglo XV aparecen los correspondientes asentamientos en los libros de registro, especificándose el pago de los derechos de inscripción con cargo al maestro. El aprendiz contratado no podía abandonar la casa de éste sin causa justa, que debía ser aprobada como tal a través de su minucioso estudio en junta gremial.
Una vez cumplido el tiempo de aprendizaje y con el consiguiente aval, pasaban a ser oficiales del gremio, previo abono de unos derechos, apartado en el que las ordenanzas son especialmente rigurosas.
Los años de práctica para poder pasar el pertinente examen de aptitud variaban según el lugar. En Madrid habían de pasar cuatro años de aprendiz y oficial, con maestro aprobado del gremio, y una experiencia mínima de tres años. Además les estaba prohibido comprar madera o trabajar en una obra en la que hubiera sido contratado otro oficial, hasta que éste hubiera cobrado y terminado la obra en cuestión.
El escalafón más alto de la pirámide correspondía al maestro. El título de maestro, que hasta el siglo XV no representaba otra cosa que la autoridad de los años y la práctica de la profesión (lo que motivaba que fuesen elegidos para los cargos administrativos), comienza a enriquecerse tanto de significado como de competencias, de tal modo que en las respectivas ordenanzas se explicita la prohibición de poder ejercer su oficio sin haber pasado el pertinente examen de maestría. Prohibición que, además, aparece reiterada en varios capítulos de las mismas.
Las condiciones para acceder al examen dependían de un número de años determinado de aprendizaje y oficialía, como hemos visto anteriormente, existiendo numerosos conflictos al respecto dada la necesidad que los oficiales tenían de ese aval para poder trabajar por su cuenta y ser bien considerados profesionalmente.
Citemos al respecto la certificación expedida por el escribano de Cámara del Rey, con fecha 15 de diciembre de 1760, donde se refleja el litigio surgido entre Manuel Cano y Francisco López Balmaseda, Veedores del gremio de carpinteros por una parte y Alejandro Ignacio Redondo, oficial de carpintero por la otra, sobre no examinarle hasta que no cumpla el tiempo de oficial que previenen las propias ordenanzas gremiales. Además, sin gozar de este documento acreditativo (o de poder convalidar el obtenido en otra ciudad), o no haber abonado los preceptivos derechos de asociación, tampoco podían poner tienda ni vender piezas (salvo la amenaza de severas multas), ni tomar a su cargo ninguna obra.
El concepto de maestría abarcaba un solo oficio. Es decir, si un oficial se examinaba de carpintería no podían trabajar como entallador o tornero, debiendo ser examinado de cada especialidad, también bajo severas multas en caso de contravenir lo estipulado. Concretamente, las ordenanzas madrileñas del siglo XVII prohíben taxativamente a los maestros ebanistas componer obras de entallado, especificándose al respecto que si tienen que entallar alguna silla o taburete han de mandar previamente hacer estas piezas a los ensambladores que después han de ser labradas por los tallistas.
No era mucho más fácil una vez que conseguía el ansiado aval. Pero sí mejoraba su situación socioeconómica, puesto que una vez aprobado el examen, haber trabajado algún tiempo en la misma localidad y por supuesto pagar los cánones preceptivos por pertenecer al gremio, ya podía instalar su propio taller.
El maestro solía dominar los diversos oficios que integraban el gremio, como así nos consta a través de los nombramientos hallados. Sería el caso, por ejemplo, de Juan Asensio, que con título de puertaventanero, es declarado ante el escribano real, José Genaro de Orgaz, “Maestro de carpintero, puertaventanero, cofrero y demás” con fecha 2 de julio de 1765.
Una vez abierto su taller, podía acoger en el mismo a los aprendices y oficiales pertinentes. Nos consta el caso de Gaspar Prugner, “maestro ensamblador, portaventanero, carpintero…” quien en 1670 contrae una obligación de enseñanza por cinco años con Juan Ropérez…”para enseñarle sus oficios de ensamblador, carpintero y demás que supiere”.
El número que personas a su cargo generalmente no estaba determinado, si bien lo usual era tener un oficial y dos o tres aprendices. En caso de viudedad, a su mujer se la permitía mantenerlo abierto, al cargo de un oficial. Y, en caso de que volviera a casarse, debía venderlo o traspasarlo a otro maestro.
Efectivamente, tras este importante avance laboral, su situación cambiaba pero sus responsabilidades y obligaciones aumentaban proporcionalmente a su nuevo puesto en el escalafón.
Dentro de sus responsabilidades y obligaciones, figuraba el no poder abandonar una obra empezada, debiendo vigilarla personalmente o mantener un oficial al cargo de la misma. Tampoco podía tomar aprendices si no era con previo conocimiento del maestro anterior, y una vez pasado el tiempo por el que éste le hubiese contratado.
Además, debía asumir la responsabilidad del pago de las cuotas correspondientes de aprendices y oficiales al gremio, las de los primeros de su propio pecunio y las de los oficiales descontándoselas del jornal, incluyendo si fuera preciso lo correspondiente a las posibles derramas por uso de material.
Sus funciones gremiales eran variadas, pero siempre acordes a su rango. De entre ellos, los más relevantes de cada oficio, eran nombrados tasadores para que, siguiendo el procedimiento usual, procediesen al inventario, tasación y posterior puesta en almoneda de los bienes de los fallecidos. Además, y ya desde el siglo XVII (tanto para entalladores, como para ensambladores, ebanistas, etc.,) ejecutan la de repartidor, que como su nombre indica, conlleva la distribución de la madera previamente comprada y marcada, siendo, además, los encargados de negociar los impuestos con las autoridades municipales.
Desde el punto vista económico, los ingresos y pagos que se van sucediendo a lo largo de los años, nos indican la situación económica por la que iba atravesando tanto la cofradía como el gremio que, al fin y al cabo, era su punto de origen. Tanto las entradas que podíamos denominar regulares como las extraordinarias eran destinadas a cubrir gastos y, además, para contribuir al mantenimiento del culto, la asistencia sanitaria y la participación (a veces casi obligada, dado el elevado rango del gremio) en fiestas oficiales.
Entre las ordinarias o regulares figuraba una cantidad previa, mínima, que se exigía al solicitar el examen y la correspondiente a los derechos por acceder al mismo. Si bien la primera solía consistir en unos reales para misa y cera, una vez admitido a examen el importe ascendía notablemente, distribuyéndose entre los componentes del jurado, gremio y cofradía. Las cuotas tanto por este concepto como por la pertinente agremiación llegaron a ser muy elevadas, ascendiendo a mediados del siglo XVIII a 40 reales, según figuran estipulados en el capítulo XIX de sus Ordenanzas.
Otro ingreso habitual eran las aportaciones que, anualmente, efectuaban los cofrades. Cantidades que constan en los libros de Actas consultados, y que van aumentando progresivamente, de tal modo que los veinte reales que se pagan en 1765 (a tenor de lo dispuesto en el Titulo I, artículo 2 de sus Ordenanzas), ascienden a cuarenta, es decir, al doble, en un periodo de cuarenta años escasos.
No debemos olvidar al respecto que es una etapa de auge y prosperidad económica que se refleja en una mayor disponibilidad de efectivo y, como consecuencia, mayores ingresos en metálico y abundantes regalos de sus miembros hacia la Cofradía.
Dentro de las entradas no habituales, podemos citar la recaudación de multas y alguna otra esporádica y, por supuesto, no habitual.
Ordenanzas
Documento de vital importancia como elemento vertebrado de la propia actuación gremial y testigo vivo y directo de los avatares y caminos recorridos por el mismo a través de los tiempos. Sus numerosas modificaciones, con adicción de capítulos, supresión de otros, etc., así nos lo indican.
Como resumen, citar que estas modificaciones sucesivas abarcan desde poco después de su aprobación hasta bien entrado el siglo XIX. Resultaría por tanto abrumador extendernos en este punto, si bien es importante reseñar un dato al respecto, concretamente en lo que concierne a la fecha de inicio de las mismas.
Y más concretamente a la fecha de su aprobación, ya que, hasta el momento, se solía dar como seguro el año de 1586. Sin embargo, a tenor de la documentación existente esta fecha debe retrotraerse aproximadamente cinco años, como mínimo. Así lo especifica la Junta a la hora de hacer un inventario de sus bienes, expresando al respecto que, entre los mismos, tienen un “Libro en pergamino, las Ordenanzas de 1609, añadidas a las de 1581…”.
Se subraya además este hecho en otra Junta, la Particular de 22 de febrero de 1875, donde a tenor de diversas cuestiones formuladas por el estamento eclesiástico sobre aprobación y fecha de la constitución de la Cofradía, la contestación al oficio de Julián de Pardo no deja dudas al respecto: “…Tiene Ordenanzas aprobadas por el Excmo. Sr. Gaspar de Quiroga, presbítero, Cardenal de la Santa Iglesia de Roma, Arzobispo de Toledo, en 28 de febrero de 1581, constando que entonces fueron enmendadas, por lo cual existían antes. Se ignora la fecha de su verdadera constitución ya que se han añadido a las mismas algunos capítulos, aprobados nuevamente por el Excmo. Bernardo Sandoval y Rojas, Cardenal y Arzobispo en 13 de mayo de 1609”
Las modificaciones posteriores son numerosas. Podemos constatar la existencia de una nueva redacción de las mismas en 1668, según certificación emitida con fecha 3 de octubre de ese año por Isidoro López, escribano de cámara, adjuntando a la misma el procedente Auto del Consejo de Justicia para su aprobación.
En 1747 se establecen nuevos capítulos, concretamente cinco, que se añaden a las modificaciones de 1674 y posteriores. Tenemos constancia también de ciertos cambios en las mismas en 1819.
La Cofradía
Parece ser Barcelona en primer lugar y Valencia inmediatamente después las dos ciudades donde comenzaron a autorizarse las primeras cofradías de carácter religioso benéfico cuyos fines primordiales eran la asistencia al cofrade en caso de enfermedad, muerte y cautividad, asistiendo, además a funciones públicas, conmemoraciones y procesiones.
Con anterioridad a 1561, fecha de establecimiento de la Corte en Madrid, existían ya en la villa al menos cuarenta cofradías, cantidad considerable para una población de 20.000 habitantes hacia mediados de siglo. Su tipología era variada: por un lado, las pequeñas cofradías hospitalarias, junto a ellas las de tipo caritativo, que se ocupaban de pobres y ajusticiados y, además, las de carácter penitencial, siendo la más importante de la época la de la Veracruz.
Sobre todo en la década de finales del siglo XVI, se asiste en la capital a un incremento continuo en el número de fundaciones cofrades. Las de oficios por su parte inician, asimismo, un ascenso importante y progresivo que, abarcando toda la centuria, dará lugar a la creación de las gremiales (una de las primeras la de carpinteros), de oficios no agremiados y de empleados en la burocracia cortesana, reforzándose en ellas importantes lazos corporativos mediante la realización de actividades en comunidad.
Ya en la Edad Moderna, las cofradías pasan a desempeñar un papel fundamental (como sociedades de carácter voluntario que abarcan a todas las clases sociales) no sólo en la vida religiosa, sino también en la social, cultural y política de las gentes de aquella época, ubicándose dentro de Madrid en los templos parroquiales, como San Martín, San Ginés o San Miguel y en los conventuales, cítese el Carmen, San Felipe el Real, la Santísima Trinidad y Santo Tomás. De hecho, nuestra Cofradía, como veremos seguidamente, permanece ubicada durante algún tiempo en los dos últimos conventos mencionados.
En la segunda mitad del XVIII las autoridades seculares intervienen directamente en su reforma, afectando principalmente, y como consecuencia lógica del propio carácter de dicha reforma, a las cofradías gremiales y asociaciones populares en general, produciéndose sobre todo en la década de los años 80, un aluvión de peticiones de aprobación de nuevas ordenanzas en el Consejo de Castilla que, revisadas y modificadas minuciosamente, fueron generalmente aprobadas.
Las cofradías, como elementos vivos que son, van sufriendo también los vaivenes históricos de cada momento, como ya hemos visto. Aunque no en gran medida (ya que las establecidas en la capital con patrimonios significativos tan solo constituían una minoría) se vieron afectadas por las sucesivas desamortizaciones que, junto a otros hechos puntuales como la prohibición de enterramientos en los templos, fueron marcando su propio futuro.
Futuro algo inestable y oscuro durante el siglo XIX, cuando, en parte como consecuencia de los propios cambios socioculturales de la época, su función se va quedando relegada a una especie de mero centro asociativo, perdiendo parte de sus funciones vitales. Afortunadamente, a lo largo del siglo XX, vemos como muchas de ellas van recobrando cierto protagonismo, haciéndose cada vez un hueco mayor dentro de la sociedad que las vio nacer. Las procesiones cada vez llevan más cofrades, la población asiste fervorosamente al paso de sus imágenes, hay un fenómeno de revitalización y una mayor sensibilización hacia esta manifestación histórica de nuestro acervo cultural que nunca debe desaparecer.
Ya hemos hablado del gremio de carpinteros. De él surge nuestra Cofradía. Y si nos atenemos a la documentación que en la misma aún se conserva, podemos afirmar que su punto de partida se encuentra, curiosamente, en el grupo de los denominados “matafuegos”, de los que ya hemos hablado.
Hecho que se deduce a través del pleito (14 de mayo de 1729) iniciado por Manuel de Rodrigo y Francisco Gamboa, maestros carpinteros, para que se les paguen los 50.000 maravedíes correspondientes a su sueldo: “… luego que se estableció este gremio con nombre de matafuegos formaron su cofradía con la advocación de San José para cuyo culto y fiestas aplicaron 40 ducados del importe de los toros anuales y con efecto parece haberse distribuido en este fin todo lo que cobraron hasta el año de 726”.
La Cofradía, bajo advocación de San José, aunque en ocasiones modificó su nombre, desde el primer momento consagró sus esfuerzos en la realización de numerosas actividades para su comunidad, contribuyendo de este modo a reforzar los lazos entre los miembros de la mismas, a los que también prestaban asistencia a la hora de la muerte, sufragando gastos de entierro y celebrando misas de funeral tanto por los cofrades como por sus familiares.
Además, gozaba de una destacada presencia en los actos organizados durante la semana santa madrileña. Celebración fastuosa, como correspondía a la Corte, y que era mantenida principalmente por la Casa Real y los propios gremios profesionales.
Los cofrades se dividían en dos categorías: cofrades de luz y cofrades de sangre. Los primeros eran los que formaban la procesión, con hachas de cera en la mano; los segundos eran los penitentes, disciplinantes por lo general, o cargados de pesadas cruces. Cuando figuraban éstos, la procesión se llamaba “de disciplina” o “de sangre”. Una vez anunciado el acto por los mayordomos de alguna Cofradía, empezaba el revuelo de los preparativos y de los gastos, las túnicas estaban tasadas en Madrid a diez reales de alquiler las blancas, y a cuatro las negras, y las disciplinas a dos reales, pero estas prescripciones no se observaban sino en las procesiones generales y solemnes comitivas. Aparte de éstas, existían los disciplinantes particulares, que organizaban sus cortejos por su cuenta y riesgo, y salían ataviados hasta el extremo de adornar las disciplinas con lazos de seda de colores, y divisando un Alcalde, echaban a correr para esquivar las sanciones del bando.
Los días de procesiones en Madrid eran miércoles, jueves y viernes, y en ellas participaban Panaderos, Cerrajeros, Confiteros, Estereros, Porteros de la Villa y el Ayuntamiento, Zurradores, Herradores, Comediantes, Curtidores, Matarifes, etc.
Es precisamente el viernes santo, cuando a mediodía, salía la procesión formada por el gremio de carpinteros acompañando a su paso. Seguramente, formaba en la procesión organizada por la Cofradía de Nuestra Señora de la Salud y Niños Expósitos, que radicaba en la iglesia de la Inclusa, sita en la manzana comprendida entre Preciados, Sol y Carmen. Concurría también con el gremio de los Carpinteros, otro gremio, el de los Albañiles.
Cada congregación religiosa llevaba su propio itinerario fijado de antemano que, en ocasiones había que modificar por “pequeños problemas” entre los asistentes a las mismas, dictándose incluso severas normas para su estricto cumplimiento.
Es curioso citar la alusión de Miguel Herrero al respecto: “El año de 1657 el público que se estacionaba delante de Palacio vio con ingenuo regocijo que pasando el Viernes Santo la procesión por delante de Palacio, y soltando del paso de la Huida a Egipto muchas aves de una nube artificiosa que llevaba, una paloma blanca se fue derecha a la ventana donde estaba la Infanta y se asentó sobre su cabeza y se dejó coger, y otra en el sombrero del Rey, y también la apresaron. Y Su Majestad mandó las diesen a las dos libertad”
“El episodio (prosigue el cronista) lo anotó en sus Avisos Jerónimo de Barrionuevo, quien añade: “Buen agüero”. No lo fue tan bueno para unos aristócratas mal educados que iban en un coche el Viernes Santo y quisieron romper la procesión por donde iban los albañiles con el paso de la Huida a Egipto, y diéronles tantas pedradas que, si no escapan por pies, no quedara ninguno de ellos con vida, llevándose hacia allá cada uno a buena cuenta cuatro o cinco guijarrazos, y como iban con túnicas, no conocieron a ninguno”.
De hecho, y en relación con lo anterior, en 22 de marzo de 1669, los alcaldes de la Casa y Corte, efectuaron un mandamiento a nuestra Cofradía en los términos siguientes: “Habrán de procesionar el viernes santo, con el paso de Nuestra Señora de la Huida a Egipto. Pero, para no coincidir con la de la Soledad, que salía del convento de la Victoria, han de pasar por la Puerta del Sol y calle de Carretas antes de las tres de la tarde. En caso de no ser posible, tomarán otro camino, bajo pena de multa por incumplimiento para los mayordomos y cuadrilleros de cincuenta ducados”.
La Cofradía, como ya hemos indicado, gozó de indudable prestigio durante siglos. Y, como consecuencia de ello, tuvo ciertos privilegios. Como las numerosas indulgencias concedidas en sucesivas bulas, que afortunadamente han llegado hasta nosotros a través de su presentación por parte de la misma con fecha 1 de febrero de 1760 a D. Antonio Martínez Grillo, para que éste ejecutase el oportuno testimonio notarial.
Citamos brevemente su contenido como referente de su larga tradición e importancia histórica:
A favor de la hermandad y de hermanos de uno y otro sexo, por Pablo V en San Marcos, Roma, en 1611.
Despachada en Roma, en Santa María la Mayor en 1663 (15 de noviembre), durante el pontificado de Alejandro VII.
Otorgada por Inocencio XI, en Santa María la Mayor, Roma, en 1688.
Despachada en San Marcos, Roma, en 1711, por León XI.
Expedida y concedida por Clemente XIII, en Roma, año de 1759 (5 de septiembre).
Evidentemente, esta privilegiada situación desde el punto de vista social, venía acompañada por una no menos boyante situación económica, que, como es lógico suponer, fluctuó bastante a lo largo del tiempo, pasando de un periodo álgido, común a todas ellas (siglos XVII y XVIII) a una cierta decadencia patente sobre todo a partir de los últimos años del siglo XIX, cuando los gastos sobrepasan con mucho sus ingresos.
Un estado por tanto precario, espejo socioeconómico del país, que se refleja también en nuestras instituciones: El Ayuntamiento de Madrid, que colaboraba anualmente en los gastos de la Semana Santa, reduce su asignación para la procesión del viernes de 125 a 100 ptas, de 0.75 a 0.60 €. El hecho, inaudito hasta el momento, tendrá no obstante oportuna respuesta por parte de la cofradía, quien contestará a través de oficio con una seria advertencia: con esa cantidad no se cubren los gastos previstos, por lo que seguramente no será posible su salida en la procesión para el año siguiente.
Hemos de reseñar la importancia de dichos libros de actas y juntas, porque, al fin y al cabo, han resultado ser el barómetro de la propia situación económica de la cofradía. A través de ellos, hemos podido deducir su creación, posterior desarrollo y la importancia y auge que llegó a tener hasta prácticamente comienzos del siglo XIX.
A tenor de las propias dificultades socioeconómicas del momento, y como gran crisol de la sociedad en que se integra comienza su declive prácticamente en los años 20 del siglo pasado. Deben desprenderse de bienes que los cofrades les han ido dejando en testamento, como la casas vendida por 62.540 reales en la calle de la Cabeza, o la de la calle del Peñón, adjudicada en 30.930 reales y 9 maravedíes.
Es en estos años, cuando, a través de sus Cargos y Datas, observamos la existencia, cada vez más acusada, de saldo negativo. Concretamente en 1828, la Junta General menciona su situación de “números rojos” concretamente 2124 reales y 29 maravedíes, al igual que sucede en los años siguientes. A esta mala situación general se añaden gastos imprevistos, por ejemplo los ocasionados por boda real, que suponen de desembolso extraordinario nada menos que 2183 reales.
Esta situación de declive parece ser que en los últimos años se va solucionando. La cofradía va tomando impulso de nuevo, su Junta Directiva lucha porque así sea, los cofrades van aumentando cada año, la Semana Santa madrileña viene con mucho empuje en los últimos años, y confiamos en que en un futuro próximo podamos dar fe de todo ello.
Las sedes de la Cofradía fueron variando a lo largo del tiempo, motivadas por un lado por su dilatada existencia en el tiempo. Por otro, por diferentes avatares negativos que a ello la obligaron.
No obstante, podemos perfilar con bastante exactitud sus traslados y el motivo que los ocasionó. Su primera ubicación fue en el convento de la Santísima Trinidad a comienzos del siglo XVII, pasando seguidamente al de Santo Tomás, prácticamente a mediados del mismo, y de éste a San Isidro ya en los años 70 del siglo XIX, hasta recalar en su sede actual, la Parroquia de Santa Cruz.
El P. Enríquez de Salamanca señala respecto al convento de la Santísima Trinidad, que “tomaba su asiento en dicho convento el 13 de marzo de 1609” Lamentablemente, no sólo no hemos podido constatar tal aseveración, sino que, además, objetivamente, y a raíz de la junta ordinaria celebrada el día 22 de febrero de 1875 dónde es tratado colateralmente este tema, debemos sacar a la luz las dudas que, a este respecto, tenía la propia Cofradía en esos años, como así lo manifiesta: “… estuvo establecida en la Iglesia de la Trinidad, no pudiendo precisar la época de la instalación”.
Sin embargo, sí es patente su presencia allí en años posteriores, tanto a través de la documentación conservada como por los testamentos que los cofrades efectuaban antes de su muerte, donde, habitualmente, solían hacer mención a la cofradía o cofradías de las que eran miembros. Como ejemplo ilustrativo de todo lo anterior, traemos a colación un documento notarial así como el testamento de un carpintero, respectivamente.
El documento notarial, relativo a las Bulas papales concedidas a lo largo de varios siglos, especifica que “… en este año de 1611 la cofradía de San José se hallaba sita en la Capilla mayor del convento de los padres de la Santísima Trinidad de esta villa y corte de Madrid”. El testamento, fechado en 1633 y correspondiente a Pedro Fernández, maestro entallador, se formula en similares términos: “… hijo legitimo de Pedro Hernández, vecino de la Villa de Ciempozuelos y de Ana Ruiz, mi madre, de la ciudad de Toledo… Declaró ser hermano de la V.O.T.; de la Cofradía de la Santa Vera Cruz y de San José, sitas en el convento de la Santísima Trinidad”.
La Cofradía, como hemos señalado, pasó al convento de Santo Tomás en 1656, permaneciendo allí hasta el 13 de abril de 1872 fecha en que un hecho fortuito marcaría su nuevo destino, la iglesia de San Isidro.
Concretamente, con fecha 29 de noviembre de 1656 se otorgó por el convento dominico y ante Diego de Orozco (escribano real), la escritura de venta de la capilla primera de la nave del Evangelio, inmediata a la capilla mayor. Como hemos comentado, allí estuvo ubicada durante muchos años, allí fueron sus sesiones y allí se reunieron sus miembros hasta bien avanzado el siglo XIX.
Tuvo que ser un incendio comenzado la noche del día 13 de 1872, y sofocado definitivamente a las cinco de la tarde del día 15, quien cambió su rumbo: Se trasladaría, en principio provisionalmente, a la iglesia de San Isidro, donde permaneció hasta enero de 1902.
Efectivamente, dadas las pésimas condiciones en que quedó el convento dominico, en junta general de 21 de abril de 1874 “… en vista de la suspensión y estado de las obras en Santo Tomás, se cree conveniente trasladar la capilla provisionalmente a la iglesia de San Isidro…”.
A los efectos oportunos, y por orden eclesiástica, ante el ruinoso estado de la iglesia, se sacan todos los efectos que quedaban en ella, eliminando lo inservible y pasando el resto a la nueva ubicación, donde permanecería más tiempo de lo previsto, puesto que los cofrades pensaban que las obras en Santo Tomás iban a ser muy rápidas y que pronto podrían volver allí.
Los años siguientes hay ciertos cambios de procedimiento en la Cofradía. Si antes sus reuniones se celebraban en diversas salas de Santo Tomás (sobre todo en la denominada “De profundis”), en los inmediatos al cambio de residencia la mayor parte de las mismas (como muestra podemos citar la de 22 de abril de 1881), se celebran en casa del tesorero, retomando de este modo una práctica habitual de siglos anteriores. Se desconocen los motivos de tal cambio, tal vez originados simplemente por falta de espacio. Posteriormente, y a partir de la junta General celebrada el 6 de marzo de 1887, se cita en la documentación consultada que la junta directiva cofrade utiliza para sus reuniones los locales de la denominada “Sociedad Protectora de maestros carpinteros y ebanistas”, situada en la calle Jacometrezo, 80, segundo piso, donde se reúnen durante varios años, por lo menos hasta 1897. Después no se vuelve a hacer ningún tipo de mención a este local, ni se especifica tampoco si sigue habilitado para alguna otra función. Seguramente lo utilizarían hasta su establecimiento en enero de 1902 en la Parroquia de Santa Cruz, recién inaugurada.
Volviendo a sus sedes, retomamos el largo periplo, ahora desde San Isidro a la Parroquia de Santa Cruz. Las obras de edificación, dieron comienzo en 1889, planteándose un importante dilema al respecto: si proceder a una reedificación de Santo Tomás, aprovechando sus cimientos, o ir a una edificación nueva, en el mismo solar.
Tras largas discusiones, prevaleció la opinión del Marqués de Cubas, que se mostraba partidario de una nueva cimentación y oportuno levantamiento del edificio, del que ya tenía los planos confeccionados (según queda constancia también en los archivos cofrades, dónde se le llega a agradecer públicamente a dicho arquitecto las molestias y desvelos ocasionados por ello), pudiendo disfrutar de una ubicación también muy cercana al altar mayor, símbolo de su prestigio.
Desde el punto de vista artístico, es por todos conocido que los sucesos históricos y políticos acaecidos en España ya desde finales del siglo XIX y posteriormente durante parte del XX, supusieron unas pérdidas irreparables para nuestro patrimonio cultural. Entre ellos, y como elemento más cercano en el tiempo, debemos mencionar la tremenda guerra del 36. Conflicto bélico de gran resonancia a todos los niveles que significó un antes y un después también en este aspecto: a las desamortizaciones eclesiásticas se fueron uniendo los continuos saqueos de iglesias, los robos de importantes cuadros, esculturas, etc., numerosos expolios, salidas “irregulares”…Un sinfín de hechos que, en consecuencia, significaron un golpe de muerte para nuestro legado históricoartístico. Evidentemente, la cofradía sufrió también las consecuencias, pues prácticamente todas sus pertenencias desaparecieron en esos años.
En su capilla, efectivamente, se guardaban notables obras de arte atesoradas a lo largo de varios siglos. Entre ellas, debemos mencionar la presencia de un importante retablo y diversas esculturas, cuadros y otros elementos que completaban su decoración. A ello hay que añadir el paso procesional de la Huida a Egipto y la talla del Cristo yacente que comentaremos a continuación.
La capilla, como es lógico, sufre los avatares de tanto cambio de ubicación. Tras el desastre de Santo Tomás, es preocupación constante de la junta el preservar los derechos de propiedad sobre la misma, existiendo abundante documentación sobre este hecho. Sin embargo, lamentablemente, conforme va pasando el tiempo este tema va cayendo en el olvido, hasta el punto de que no vuelve a tratarse en ninguna de sus reuniones.
Desde el punto de vista artístico, existe constancia de ciertas modificaciones en la misma a partir de los años 40 del siglo XIX. Concretamente en 1863 (Junta de gobierno de 18 de junio), se acuerda, ”nombrar una comisión compuesta por Pío Anaya, Eugenio Durá, Julian Larrú y Julián Rubio para presupuestar obras en la capilla y retablo dada la situación de deterioro que presenta“. Obra que se lleva a cabo, finalizándose las reparaciones de la misma para septiembre de ese mismo año.
Las intervenciones son abundantes, tal vez porque se limitaban a ciertos retoques sin profundizar en su estructura: En los años 60 de nuevo se acuerda hacer obras, pues de nuevo también su estado de conservación así lo precisa. Como consecuencia, durante los tres años siguientes, se procede a obras generales de estucado y pintado, así como a otras intervenciones menores, como pintar una balaustrada que tenía imitando a mármol y pintar también la verja de protección de la propia capilla.
Retablo
Tenemos documentada la existencia de por lo menos, sin contar el actual. Del primitivo, conservado en parte hasta mediados del siglo XIX (nos consta la existencia de ciertas esculturas aún en 1858) podemos perfilar su estructura, gracias a un inventario de 1845 donde se cita su composición: Constaría de un cuerpo principal, donde se encontrarían ubicadas tres esculturas de cuerpo entero, que corresponderían a María, José y el Niño Jesús.
Sus dos cuerpos laterales, situados uno a cada lado del principal, cobijarían también dos esculturas de bulto redondo, correspondientes a San Joaquín y Santa Ana, completando su decoración diez arandelas de hierro y dos arañas pequeñas de latón pendientes de él. Son años de mucho movimiento, con unas condiciones de ubicación y mantenimiento no demasiado buenas, el material de construcción por excelencia sigue siendo la madera… Como consecuencia de todo ello, y dado el estado general que debía presentar el conjunto de la obra, a finales del siglo XIX se procede a realizar uno nuevo, tal vez reutilizando alguno de los elementos del anterior.
Su aspecto general no sería demasiado diferente al primero. Realizado en idéntico material, constaba de una parte inferior de mármol, sobre la que se asentaba el cuerpo intermedio, lugar de ubicación de alguna escultura o cuadro en su momento, y, por último, el remate superior. Adornaba todo el conjunto una serie de columnas y capiteles que remataban en una espléndida cornisa.
Posteriormente fue dorado y pintado, abonándose a Francisco Fernández del Campo 500 reales por el trabajado efectuado, como queda reflejado oportunamente en el libro de cuentas de 1826 a 1884.
No se pueden aportar muchos datos más al respecto, ya que incluso el dibujo original del mismo que, aprobado por la Real Academia de San Fernando se guardaba en la propia cofradía, desapareció. Hecho del que tenemos constancia según el libro de juntas de la misma correspondiente a 18451858, donde se aprueba la reproducción del mismo en 1.000 láminas.
Pasados los horrores de la guerra, se procede de nuevo a su composición. Apenas nada ha quedado, y una vez repuesta en cierto modo su maltrecha economía, se procede a la ejecución de un nuevo retablo para coronar su altar, dentro del estilo barroco, fue realizado ya a mediados del siglo pasado, concretamente en 1943 por Francisco Palma Burgos, sobre el que se disponen las tres imágenes de la Sagrada Familia que Ricardo Pons ejecuta en ese mismo año.
Escultura
Correspondían también a la cofradía cuatro esculturas, correspondientes a San Francisco, San Antonio, San Isidro y Santa María de la Cabeza. Las cuatro, de menor tamaño que las anteriormente comentadas, se encontraban ubicadas sobre repisas en las paredes laterales de la capilla, ya que el retablo estaba ubicado en su cabecera. También se conservaban intactas a mediados del siglo XIX.
La autoría de estas esculturas por el momento nos es prácticamente desconocida. Diversos investigadores señalan a Alonso Berruguete como autor de la de San José y la Virgen y a Hernández como artífice del Niño Jesús.
Dentro del apartado escultórico, hay que mencionar la magnífica talla del Santo Cristo de la Vida Eterna, una escultura de Cristo yacente, atribuida a Juan de Mena. En cualquier caso, su presencia está perfectamente documentada dentro de la cofradía durante muchísimo tiempo por diversas cuestiones: Tanto por los propios retoques a la escultura, que se reflejan hasta finales del siglo XIX, como por los sucesivos cambios de la urna que lo cobijaba y de sus cristales, que se rompen continuamente.
Abundando en lo anterior, y para seguir un poco más de cerca su trayectoria, traemos a colación el “problema” suscitado en la Semana Santa de 1848, cuando se menciona que “no se puede cumplir la orden del Ayuntamiento para sacar el paso, porque no hay sacerdotes”. Problema que traerá como solución el pedir la autorización pertinente para que lo saquen las propias personas del gremio. Es un tema que se agravará en los años sucesivos, llegando casi a finales del siglo: En precisamente en 1884 cuando se acuerda que la urna conteniendo el Cristo sea llevada por seglares, concretamente seis hombres, vestidos con trajes de pana morada, y a quien se les pagará (a cada uno) siete duros.
Y tras los consiguientes años de desequilibrio en todos los aspectos de la vida de nuestro país, en el año 1941 se procede a hacer una nueva escultura del Cristo yacente para la Real y Primitiva Cofradía del Glorioso Patriarca Señor San José y del Santísimo Cristo de la Vida Eterna, obra de 1941 a cargo del jiennense Jacinto Higueras Fuentes. Obra que viene a continuar la gran devoción que los cofrades tenían por el Santo Cristo de la Vida Eterna ejecutada por Juan de Mena y destruida, también, en el 36. Actualmente, en el lado izquierdo, ubicadas en un sencillo retablo, se encuentran ubicadas las esculturas de San Isidro y Santa María de la Cabeza. Obra de Emilio Tudanca, de 1963. Y en el correspondiente retablo del lado derecho, del mismo estilo que el anterior, contamos con las imágenes de San Joaquín y Santa Ana con la Virgen Niña, del mismo autor y realizada en la misma fecha que las anteriores.
Pintura
Presentes tanto en el retablo como en otras partes de la capilla, la cofradía poseyó diversos cuadros importantes, siempre de temática religiosa y acordes a la iconografía de la Sagrada Familia lamentablemente hoy desaparecidos, pero de los que tenemos constancia a través de sus archivos.
Después del incendio de Santo Tomás, se procede a evaluar los terribles estragos causados. Y para ello, se redacta un inventario de sus pertenencias que posteriormente es leído por Felipe de Cubas (secretario de la Cofradía) en junta general de junio de 1873.
A tenor del mismo, podemos citar sus pertenencias casi con total exactitud.
Adornando las paredes de su capilla, y en sitio preferente de la misma, tenían dos lienzos de gran tamaño, enmarcados en madera de palosanto, que se encontraban ubicados en lugar privilegiado dentro de la capilla. Uno de ellos representaba el tema de los Desposorios, mientras que el otro rememoraba el Tránsito de San José. Conocemos, además, su autor, Leonardo Leonardi ( o Leonardini), que llegó a trabajar incluso para el rey como Pintor de Cámara, quedando constancia de este hecho en los archivos del propio Palacio Real.
Fueron dos cuadros muy valorados por los cofrades, cuidados con mimo a lo largo del tiempo, y que sufrieron diversas limpiezas e, incluso, restauraciones. Nos consta, por ejemplo, la llevada a cabo en 1863, cuando estando en su lugar de ubicación original, se le pagan a Vicente Sierra, maestro pintor y dorador, 2.538 reales por el trabajo efectuado (limpieza y posterior barnizado).
Ante la perspectiva de reconstrucción de la capilla en Santo Tomás, y dadas sus considerables dimensiones ( “… 21 pies de alto por 15,5 de ancho…”), que imposibilitaban guardarlos en algún sitio accesible, pasan en 1874 provisionalmente al convento de Santa Catalina de Siena, donde aún permanecen tres años más tarde.
Tal vez este hecho, en principio trivial, marcó su futuro, pues ya nunca volvieron a la Cofradía. En diversas ocasiones, se les insta para que se los lleven, y, ya de manera definitiva, a través de oficio de 10 de diciembre de 1877, Sor María de San Jacinto, priora del convento femenino, les da un ultimátum, ya que necesitan el espacio para colocar unos altares en los lugares que los cuadros están ocupando.
Dada la imposibilidad de reubicarlos, y ante los evidentes problemas económicos que no hacían más que aumentar, y que, además, imposibilitaban la conservación que los mismos requerían (las telas se encontraban en muy precaria situación), deciden ponerlos a la venta (si bien no era la primera ocasión en que lo intentaban).
Así consta en junta particular celebrada el diez de febrero de 1877, donde se acuerda definitivamente la publicación de sendos anuncios “… en El Imparcial y Correspondencia por si se mejora la proposición de 2500 reales…” que les habían hecho anteriormente. Como complemento a todo lo anterior, contaba la Cofradía con algunas otras pertenencias de variado valor económico pero de alto valor sentimental. Por ejemplo, las pequeñas alhajas (de oro y, sobre todo, plata) y medallas que son regaladas por los propios cofrades.
Por ejemplo, varias coronas de plata para la Sagrada Familia, potencias de idéntico material, collares de coral, con cruz, engarzados en oro, cadenitas para el Niño, etc. Intervienen en estas obras algunos de los más afamados artífices del momento, como Antonio Morago a quien se le abonan dos facturas por un importe total de 3.547 reales, por una corona, sobrecorona y diadema para San José y tres potencias. O José de Morales, también platero como el anterior, y autor de las medallas de plata que, a partir de junio de 1852, se harán a modo de distintivo con los propios signos de la corporación. También los cofrades regalan sobre todo ropa bordada y pañuelos sobre todo para el Niño. A ello hay que añadir los elementos textiles utilizados para las procesiones, como magníficos doseles y estandartes que utilizaban para sus salidas más importantes.
Como sucede con el resto de la documentación, esta es mucho más abundante a lo largo del siglo XIX. Es a mediados del mismo cuando se procede, por ejemplo, a la ejecución de dos nuevos estandartes, ambos de gala, que suponen un importante desembolso, oportuno reflejo de su complejidad de ejecución, ya que son varios los maestros que deben intervenir en ello.
Concretamente, para estos dos, a los 1400 reales que abonados por tela (terciopelo), bordado y hechura, se unen los 320 reales abonados a Antonio García por los dos escudos pintados en ellos, los 349 que se le adeudan a Basilio de Arribas, maestro cordonero, y los 160 del maestro broncista que ejecuta la cruz y remates plateados.
Conclusión
Como mencionamos en la introducción, los documentos que en la propia Cofradía se conservan, abarcan desde la fecha de 1679 hasta 1874, existiendo algún documento más posterior a esta fecha que, por sus condiciones, resulta imposible de leer. Estos documentos abarcan tanto temas del gremio de los carpinteros, como de la cofradía, pues no hay que olvidar la íntima conexión que entre ambos existió desde su comienzo.
Como se puede observar, nos transmiten la importancia de dicho gremio y su cofradía (constatada por las numerosas bulas que se les concedieron) así como los numerosos avatares que con otros oficios mantuvieron: las ejecutorias, los pleitos con ebanistas, puertaventaneros, etc., así nos lo corroboran.
Por su parte, los inventarios que hemos podido recuperar, así como los libros de Actas donde se reflejan las sucesivas juntas desde el siglo XVIII nos han permitido acercarnos un poquito más a su diario, a su modo de hacer, a los problemas que se les presentaban y cómo fueron solucionando todo ello.
Cronología
Siglo XVII
1679. Privilegios de los Matafuegos.
Siglo XVIII
1727-1728. Autos de denunciación que siguieron por los años de 1727 y 1728 Juan Peregrín y Juan de la Vayen, maestros carpinteros, como veedores y examinadores de su gremio, contra Domingo Arias, maestro ebanista y Juan Antonio Mas, maestro carpintero, sobre aprensión de una caja de ataúd vendida por dicho ebanista, suponiendo ser del referido carpintero.
1729. Convenio matafuegos.
1733. Ejecutoria del pleito que se siguió con los puertaventaneros sobre el enrasado.
1747. Títulos y pertenencias modernas de unas casas que pertenecen a la Cofradía de Jesús, María y José que se venera en el Colegio de Santo Tomás que leyó y mandó Francisco Isidro Redondo a dicha Cofradía.
1753. Instrumentos por donde se verifica que los Matafuegos de esta Villa tienen obligación de dar a la Cofradía del Glorioso Patriarca San José sita en el Colegio de Santo Tomas de esta Villa todos los años doscientos y veinte reales de vellón. Dado en 25 de octubre de 1753 por Francisco Nevares, Escribano del Número de esta Villa de Madrid.
1753. Ejecutoria despachada por el Real Consejo de Castilla a favor del gremio de carpinteros en 10 de diciembre de 1753.
1758. Junta de la Cofradía.
1759. Bulas concedidas por diversos Pontífices.
1760. Testimonio en relación con las Bulas de gracias, jubileos e indulgencias que varios santos Pontífices hasta el que felizmente gobierna Clemente XIII han concedido a la Cofradía del Glorioso Patriarca San José, cuyas Bulas originales se guardan en el archivo de dicha Cofradía.
1781. Inventario de papeles y libros de la Cofradía de San José del gremio de carpinteros y ebanistas.
Siglo XIX
1808-1836. Inventario de papeles y documentos varios.
1826-1884. Libro de Cuentas de la Cofradía.
1827. Libro de Cuentas de la Cofradía.
1845-1858. Libros de Cuentas de la Cofradía.
1865-1873. Libro de Actas de Juntas de la Cofradía.
1874. Junta de 21/4/1874 de la Cofradía.
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